Yo venía envuelto con el
manto de Iris, desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al Dios de las
aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir al
atalaya del Universo.
Busqué las huellas de
La Condamine y de Humboldt; seguilas audaz, nada me detuvo; llegué a la región
glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la
corona diamantina que puso la mano de la Eternidad en las sienes del dominador
de los Andes.
Yo me dije: este manto
de Iris que me ha servido de estandarte, ha recorrido en mis manos
sobre regiones infernales; ha surcado los mares dulces; ha subido sobre los
hombros gigantescos de los
Andes; la tierra se ha
allanado a los pies de Colombia, y el tiempo, no ha podido detener la marcha de
la Libertad. Belona ha sido humillada por los rastros de Iris, y yo no podré
trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra?
¡Si podré!
Y arrebatado por la
violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre
los pies de Humboldt, empañando aun los cristales eternos que circuyen al
Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al
tocar con mi cabeza la copa del firmamento: y con mis pies los umbrales del
abismo.
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